domingo, 18 de marzo de 2018

El amor en la huelga del carbón


 Por Freddys Pradena, desde Zaragoza, España

En Octubre de 1947, bajo el infausto gobierno de Gabriel González Videla, se produjo en Chile una de las huelgas más trascendentales de la lucha obrera. En pleno auge de las máquinas a vapor, las compañías de explotación del carbón pagaban a sus trabajadores en fichas que servían para comprar víveres en la pulpería que era propiedad de la misma empresa. Aquél era uno de muchos abusos en contra de los obreros.
 Los mineros, exhortados por el Partido Comunista, comenzaron a organizarse.
 Iniciaron entonces una larga huelga reclamando, además de un sueldo en dinero, reivindicaciones elementales. Entre otras cosas, exigían el “derecho a ducha”, es decir permitirse un baño antes de irse a casa. El gobierno calificó  la huelga de ilegal, sediciosa y criminal. Encarceló a dirigentes sindicales, y desaforo a parlamentarios, entre ellos al diputado del Partido Comunista Pablo Neruda.
Al no ser atendidas, las demandas comenzaron a ser violentas, ante tal amenaza González Videla decretó la Ley de Seguridad Interior del Estado. Eso significaba militarizar la zona y llevar las fuerzas armadas al lugar del litigio.
La Marina no fue la excepción. Parte de la flota que se encontraba de maniobras en el sur, se fue a la bahía de Lota. En uno de esos buques estaba el cabo primero Luis Armando Pradena.
María Matilde de Pradena escuchó por la radio la noticia y ajena a la gravedad del conflicto vio la posibilidad de encontrase con su marido que no veía en meses. Sin avisar ni consultarlo con nadie, de madrugada se dirigió en tren al pueblo minero.
Las peripecias por llegar al muelle fueron muchas, porque todo estaba colapsado. Un par de veces la pararon los militares y otras los piquetes huelguistas. Para ambos bandos les resultaría insólito ver una muchacha sola en ese ambiente prebélico. Tuvo suerte, el buque que buscaba estaba atracado al largo muelle. Y más suerte todavía, que la guardia militar a la entrada la dejara pasar, aunque tuvo que dar muchas explicaciones de tan inoportuna visita.
Ver caminar a una muchacha esbelta a la que la brisa marina movía su vestido y dejaba ver unas bonitas piernas, fue rápidamente un aviso para los marineros de los buques mercantes y de guerra, quienes asomados a la borda, le gritaban los más encendidos piropos.
En el portalón del destructor repitió por enésima vez su petición.
El cabo primero Luis Armando Pradena estaba en su hamaca cuando le avisaron que tenía visita. Su asombro no tuvo límites cuando la vio a su joven esposa. El capitán del buque con tanto alboroto ya se había enterado de la situación. 
-Pido permiso mi capitán para conversar con mi esposa.
-Tiene permiso una hora, marinero. Pero llévesela lejos de aquí. Le bramó.
Un beso de prisa entre aplausos y silbidos fue el saludo, dejando pendiente la pregunta:
-¿Qué diablos haces aquí?
Salir fue otra odisea. Pero lograron llegar a la estación. El único tren a Concepción salía al atardecer. Podrían ir a conocer el hermoso parque de la ciudad, palacio y jardín herencia del magnate del carbón,  pero no era el día apropiado y el amor apremiaba.  
Enfrente de la estación, un letrero que fue como una aparición milagrosa.
La aventura ya no les parecía tan disparatada. No hubo más reproches.
Mientras el amor en la habitación del modesto hotel era un canto a la vida, a la entrada de una mina comenzaba un enfrentamiento de mineros con militares que dejaría varios muertos.
Ella en un mar de lágrimas se quedó en la estación en espera del último tren y el marinero regresó a su buque.
-Preséntese de inmediato al capitán-, le ordenaron.
-Marinero, tiene usted una esposa muy bonita.
-Gracia, mi capitán.
-¡Y tiene un arresto de un mes, porque sólo tenía una hora de permiso!
-Gracias, mi capitán-, contestó sonriente el cabo primero torpedista Luis Armando Pradena.

“Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas, que estas cosas no duran toda la vida”
                                                      (El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez)

sábado, 20 de enero de 2018

La Muchacha de la Maleta

 (Por Fredys Pradena, desde Zaragoza, España)

            Con 20 años de edad, a pocos meses de casarse y sin experiencia, María Matilde tuvo que hacer su primer largo viaje sola. Debía trasladarse desde el puerto de Talcahuano hasta Valparaíso. Allí se encontraría con su futuro su marido a quien no veía hacía varios meses.
A principio de los años 40, el único medio era el ferrocarril. El “nocturno” salía de Concepción a última hora de la noche y llegaba a Santiago al día siguiente, a media mañana. Una vez en la capital, debía trasladarse en taxi desde la Estación Central hasta Mapocho, desde donde iniciaría el viaje a Valparaíso. Aunque esa noche la pasaría en la gran ciudad.
               Me imagino una hermosa muchacha rubia, grácil, de lindas piernas, tal como aparece en las fotos de entonces, corriendo por los andenes con su maleta, nerviosa y apurada. El destino la había conducido a casarse con un marinero y éste podía parar por períodos de algunos meses en cualquier puerto del país. El amor no podía esperar tanto, así que había que sacrificarse e ir al ansiado encuentro.
Unos tíos que vivían en la capital, sabían de su paso y la fueron a recoger. Era un matrimonio algo mayor.Él, un hombre bonachón  era hermano del tío Carlos, rico empresario casado con una hermana del marinero. Pernoctó esa noche en su casa y al otro día él la fue a dejar a la Estación Mapocho.
En ese entonces, por lo menos en clase turista, no había reservas de asientos. Por lo tanto había que esperar en el andén a que el tren se pusiera en el sitio y abordarlo con rapidez. Quienes subían primero podían elegir sus asientos, es decir ese privilegio estaba reservado para los más fuertes.
Apenas entró el tren retrocediendo en la estación, los pasajeros en el andén lógicamente nerviosos empezaron a mover sus cosas. Don Julián, - así se llamaba el tío santiaguinos-, experimentado en esas lides, comenzó a gritar:
-¡Suelta la maleta vieja concha tu madre!
Había cogido una maleta y  estaba peleando con una señora que también la reclamaba como suya.

Con el alboroto, María Matilde había tomado su maleta que había estado llevando solícito el tío Julian.
-Tío le dijo, mi maleta es ésta.
Sin disculparse siquiera, soltó la maleta de la señora y se dispuso a la proeza de subir dando todos los codazos y empujones que hicieran falta y encontrarle un buen asiento a su hermosa sobrina.
Efectivamente así sucedió. Cuando la joven logró subir, el tío Julián, triunfante, le gritó en donde la había colocado.
Ya instalados  el hombre, todavía  sudoroso y excitado, le empezó a contar a viva voz lo sucedido:
-¡Vaya vieja de mierda, no quería soltar la maleta!.
-¡Vieja concha de su madre con qué fuerza tiraba….!
María Matilde, con sus preciosos ojos azules, le indicó con un gesto que mirara al asiento de enfrente. Ahí, por esas casualidades de la vida,  se había sentado la mujer, que le miraban con algo más que odio.
(F.P.)