lunes, 5 de diciembre de 2016

Sausalito:


Cuando el progreso
nos rompe el alma

(Primer capítulo)


-La construcción del nuevo estadio del Everton era inevitable y necesaria. Nadie se puede negar al devenir del progreso. Generalmente se trata de un camino hacia el desarrollo. Pero la demolición del ex El Tranque no destruyó los atesorados recuerdos de la infancia, adolescencia y de la temprana adultez. Sus graderías se constituyeron en mi segunda casa y desde ellas se afianzó mi genética devoción por el “oro y cielo”.


Conocí de los títulos de 1950 y de 1952 a través de viejas publicaciones -especialmente de la revista Estadio- y por los relatos de mi padre, quien se jactaba de ser “socio accionista” del club. Entre el desorden de mi archivo se encuentra un viejo carnet que lo acreditaba como tal. El campeonato de 1976 lo viví desde la tribuna imparcial del periodismo deportivo que le puso frustrante atajo a los festejos haciéndome poner los pies sobre la Tierra y la neutralidad. El 2008 me sorprendió lejos de la Patria, específicamente en Estados Unidos, siguiendo en soledad el partido final ante Colo Colo por Internet a través del “minuto a minuto” de Radio Cooperativa.

Nunca pude disfrutar y festejar la obtención de un título a corazón abierto.

Sin embargo mi mejor época de hincha activoy seguidor fervientede los colores del Eforé, paradojalmente, fueron aquellos años en que el equipo no encandilaba y siempre andaba en la medianía de la tabla, eso sí, sin abandonar su tradición de buen fútbol y devoto apego al espectáculo. Había tácitamente un compromiso de jugar bonito, como para seguirle los pasos floridos a la Ciudad-Jardín. Me refiero a los últimos años de los cincuenta, a los sesentas y principios de los 70, coincidiendo con las etapas de infante, adolescente y adulto joven, estados de la vida en que el corazón late más fuerte.

Y el Sausalito, entonces, era mi segundo hogar.

Mis primeros recuerdos corresponden a vagas imágenes del triunfo sobre Colo Colo (me parece que fue 3-0) y que le permitió a Wanderers, gracias también a su empate en Rancagua, obtener el título de 1957-58. Eran aquellos años en que la rivalidad con los vecinos verdes era sólo deportiva y no llegaba a la ridícula e inexplicable violencia entre hinchas que se da actualmente.
Llegan a mi memoria las imágenes de muchos jugadores, quienes quizás no eran los mejores del medio futbolístico nacional, pero eran los nuestros y como tales, estaban por sobre los demás.

Al legendario René Orlando Meléndez Brito lo vi en un par de partidos defendiendo a Unión La Calera en el ocaso de su carrera. Obviamente no era el mismo de los años cincuenta, pero demostraba de alguna manera su talento. Hay una historia que quizás haya sido exagerada con el correr de los años y fue aquella en la que Meléndez le arrebató la pelota al meta Juan Olivares (en ese tiempo el golero defendía a Wandereres) y anotó. Entones los arqueros le daban botes a la pelota antes de rechazar y Olivares se las dio de canchero ante el experimentado delantero que fue más despierto. El error de Olivares generó después las reprimendas del zaguero internacional wanderino Raúl Sánchez y las malas lenguas aseguran que hasta hubo golpes.
La última vez que pude apreciar el todavía presente talento de Meléndez fue en partidos preliminares defendiendo al equipo reserva a mediados de los sesentas. El ídolo había sido contratado para transmitir su experiencia a las figuras jóvenes emergentes del Oro y Cielo. 
Al emigrar, Meléndez tuvo buenos reemplazantes que, sin estar a su altura, no destiñeron. Recuerdo a dos: Carlos Verdejo y el paraguayo Máximo Rolón, Éste, me parece, llegó con un compatriota: Víctor Figueredo, un recio y elegante defensa central que demostraba siempre su pachorra, tanto en sus aciertos, como en sus errores. Rolón se avecindó en Viña del Mar y tenía una paquetería en la calle Quinta, al lado de la tienda de Jeans “Rumel” (Pecos Bill les llamábamos en aquellos días a ese tipo de vestimenta). Entiendo que después de algunos años regresó a su natal Paraguay.
Otro delantero que viene a mi memoria es el argentino José Giarrizo. Llegó de San Lorenzo de Almagro y convirtió muchos goles. Durante años mantuvo el record de anotaciones en un partido (seis al Audax Italiano) junto a otros dos jugadores, hasta que el 93 Lukas Tudor anotara siete en el 8-3 sobre Antofagasta. La víctima fue el portero Marco Cornez.
Recuerdo otros centrodelanteros de esos años que intentaron seguir la huella de Meléndez. Uno fue Héctor “Chiche” Molina. Me parece que era argentino. Marcelo Espina, cuando jugaba por Colo Colo, me contó que tuvo un profesor con ese nombre en las divisiones menores de su club, en Argentina. Otro fue Adolfo “Cuchi-Cuchi” Olivares, quien más tarde emigró a Universidad de Chile como uno de los intentos azules para reemplazar a Carlos Campos. Le vi convertir muchos goles, especialmente en aquellos inolvidables torneos internacionales de verano que se disputaban en el Estadio Nacional.

Pero quien me marcó y se ganó la etiqueta de ídolo, fue el artillero Daniel Escudero, goleador del torneo 67. No era un cabeceador; no pasaba el metro 73, pero aniquilaba a las defensas rivales con disparos con ambas piernas y aprovechaba con talento y oportunismo las asistencias de dos de los mejores punteros que he visto: Pedro Arancibia, por la derecha, y Leonardo Véliz, por la izquierda.

E.O.P.
(Continuará) (Próximo capítulo: Hablando de porteros)